lunes, 24 de mayo de 2010

Crónicas de una visita a psiquiatría (I)



Entrego la hoja de cita y me piden que tome asiento y espere.

Tomo asiento, me cubro la nariz y boca con la manga de mi suéter y espero.

Se acerca una anciana y se sienta a mi lado. La ignoro porque ahora leo. Leo un libro escrito en inglés que no entiendo. Pero leo. 

Interrumpe.

–¿A usted también la mandaron aquí? – pregunta
– Si – contesto

Y leo.

– ¿Y por qué la mandaron aquí?

Mi cabeza piensa: 
Por intentos de suicidio
Mi boca dice: 
– Por insomnio

– Ay señorita yo también sufro de eso, hace años me iban a internar en una clínica psiquiátrica
– Ah

Busco el renglón en el que me quedé.

– ¿Y no le duele la cabeza?
– A veces – digo y hojeo el libro que al final cierro, derrotada.
– Si, es muy feo, yo cuando no duermo siento electricidad que me recorre toda la cabeza
– Oh
– Pero usted está muy jovencita para sufrir eso

Sonrío y se me entume el cerebro

– Bueno en lo que pasa usted, yo ahorita vengo

Se larga y abro mi libro escrito en inglés que no entiendo. Y leo. 

Leía que V tiene frío en las manos cuando de golpe un anciano se levantó de su lugar para exigirle más respeto a la enfermera.

Un anciano distrae mis ojos del libro pues exige más respeto, entonces lo miro apoyarse en un bastón y presencio parte de su discurso sobre el respeto que todos merecemos, hasta que asimilo que es algo que no me incumbe en lo absoluto.

Vuelvo mi cabeza al libro pero mis ojos detectan a una mujer a mi derecha.

Una mujer de unos 35 años se desnuda a mi derecha. Mide apenas un metro y se desnuda en público. Es pequeña y no le importa desnudarse frente a toda esa gente. Carece de pudor o está consciente que aquí solo hay ancianos sentados, enfermos del corazón o de los ojos. O de la vida. Y también estoy yo, que leo.

En el lugar: un anciano que exige respeto, una mujer que se desnuda frente a todos y yo que leo un libro escrito en inglés que no entiendo.

Leo. 

Entonces, para que V ya no tenga frío, se compra unos guantes, y un hombre entra al lugar anunciando el titular de un periódico. Miro al hombre que camina con el periódico entre las manos, hablando con deficiencia mientras saliva blanca le escurre de la boca hasta la barbilla. Está a punto de pasar frente a mí y yo tengo asco. Tengo asco del hombre con retraso mental pero como mis papás me enseñaron a ser buena persona no haré notar mi asco, así que miro al suelo, fijamente a un punto. Parecerá que estoy concentrada y no he notado su presencia, me excuso.

De nuevo llega el aroma nauseabundo que ya había olvidado y vuelvo a cubrirme la boca y la nariz con la manga de mi suéter. La he colocado de una manera que pienso parece ser una trompa de elefante.

Soy la mujer elefante. Miro la primer plana del periódico pasar frente a mis ojos. Accidente de tráfico deja cuatro muertos. 

De pronto ya estoy en el consultorio con la mano de la psiquiatra estrechando la mía.

– Buenos días, soy la doctora L
– Buenos días, soy la mujer elefante

El poco aire que hay dentro de la manga de mi suéter me sofoca y de pie, frente a mi, la enfermera repite:
– Señorita, pase al consultorio 19.

viernes, 21 de mayo de 2010

Un lugar para sangrar





Persiguió a la lagartija hasta que esta se ocultó en un agujero bajo la tierra caliente. Corrió de vuelta hasta la casa de madera construida en medio de aquél desierto, lejos del agujero, y buscó entre los huesos rotos un galón de gasolina, con esfuerzo lo llevó hasta el agujero donde se escondía la lagartija. El agujero, oscuro y caliente.

Vació el galón de gasolina hasta inundar el agujero, pero la lagartija no salió a flote. Del bolsillo de su pantalón sacó una jirafa miniatura de madera y le preguntó qué debía hacer.

La jirafa y el se miraron y casi de inmediato corrió de nuevo hasta la casa de madera seca que no albergaba nada más que polvo que servía para cobijar a los huesos fracturados y entonces tomó uno. Largo, picudo y hueco. Volvió al agujero y metió el hueso hasta el fondo, revolvió la arena con la gasolina intentando romper la cabeza o destripar el cuerpo de la lagartija. Pero el no sentía el cuerpo aplastarse y tampoco podía saber lo que  ocurría allí dentro con la lagartija. 

Porque la lagartija se había metido a un agujero oscuro y caliente.

Fastidiado sacó el hueso roto, que parecía sangrar, pues traía en una de sus puntas, en el pico más fino, el ocico de la jirafa atravesado.

La lagartija lo miraba con el cuello bien estirado, desde el techo de la casa de madera a mitad del desierto. 

Y la jirafa, con la encía sangrando pronunció sus últimas palabras: cuando los sueños dejan de ser sueños para convertirse en la baba que moja tu almohada.