viernes, 21 de mayo de 2010

Un lugar para sangrar





Persiguió a la lagartija hasta que esta se ocultó en un agujero bajo la tierra caliente. Corrió de vuelta hasta la casa de madera construida en medio de aquél desierto, lejos del agujero, y buscó entre los huesos rotos un galón de gasolina, con esfuerzo lo llevó hasta el agujero donde se escondía la lagartija. El agujero, oscuro y caliente.

Vació el galón de gasolina hasta inundar el agujero, pero la lagartija no salió a flote. Del bolsillo de su pantalón sacó una jirafa miniatura de madera y le preguntó qué debía hacer.

La jirafa y el se miraron y casi de inmediato corrió de nuevo hasta la casa de madera seca que no albergaba nada más que polvo que servía para cobijar a los huesos fracturados y entonces tomó uno. Largo, picudo y hueco. Volvió al agujero y metió el hueso hasta el fondo, revolvió la arena con la gasolina intentando romper la cabeza o destripar el cuerpo de la lagartija. Pero el no sentía el cuerpo aplastarse y tampoco podía saber lo que  ocurría allí dentro con la lagartija. 

Porque la lagartija se había metido a un agujero oscuro y caliente.

Fastidiado sacó el hueso roto, que parecía sangrar, pues traía en una de sus puntas, en el pico más fino, el ocico de la jirafa atravesado.

La lagartija lo miraba con el cuello bien estirado, desde el techo de la casa de madera a mitad del desierto. 

Y la jirafa, con la encía sangrando pronunció sus últimas palabras: cuando los sueños dejan de ser sueños para convertirse en la baba que moja tu almohada.