jueves, 11 de febrero de 2010

La carta que mata

Frente al sauce sostenía con ambas manos el sobre con la carta dentro, miraba el sobre, nunca más desde aquella noche como si fuera la primera vez, miraba el sobre que sostenía con ambas manos a la altura del pecho, lo miraba con la cabeza inclinada hacia este, frente al sauce, viejo.


La noche en que llegó a sus manos aquél sobre con aquella carta no era distinta, la lluvia había cesado, las hojas mojadas no se movían y las calles solitarias reposaban bajo la mirada de la luna. Como la mirada de quien ve por primera vez el sobre que se tiene entre las manos no basta para saber su contenido, intentó abrirlo con cautela, desdoblando la carta como si acariciase el plumaje de una hermosa ave. 


Al leer la carta las palabras fueron atravesando como inyecciones de miel sus ojos, dejándole cautivado, saboreando el azúcar. Cuando no quedaba gota de melaza volvió a doblar la hoja, la metió en el sobre, se sentó en el borde de la cama con el sobre aún en manos y rió el resto de la noche. Sin parar.


Los vecinos escuchaban perplejos aquella risa vehemente y llamándole loco, pues más fácil de comprender resultaba, preferían ignorar el hecho.


Los días y las noches pasaban y la risa de el hombre llegaba hasta el lugar que un humano jamás visita por miedo a ser asesinado. Y pronto los vecinos se hallaban confundidos, no sabían si reía o lloraba, pero con la confusión también llegó el cansancio


Una mañana, se le vio salir al jardín de su casa, había parado de reír y nadie lo había notado. La sirvienta que regaba las plantas tembló al verle salir, los niños que jugaban en la banqueta se rieron de él y loco le susurraron.


Él caminó hasta el viejo sauce que había crecido a orillas del jardín.  Dirigió la carta a su boca y un par de mordiscos bastaron para acabar con ella. Volvió a casa cruzando la puerta que lo encerraría para siempre.


Pronto al hombre se le dio por muerto, cuando su cuerpo dejó de funcionar, pero nadie entendía que ya había muerto desde el momento en que comenzó a reír. 


El día del funeral, frente al cadáver, nadie, absolutamente nadie se atrevió a pronunciar palabra alguna, ni a reclamarle, ni a burlarse, ni a llamarle loco pues el hombre, dijo con los colores de su cuerpo muerto, lo que había callado su lengua durante tanto tiempo. 


Al día siguiente, todos le olvidaron.