jueves, 22 de octubre de 2009

Agua

Uno de esos días en los que lo único que pasa es nada, Teresa bajó las escaleras que llegaban a un húmedo callejón, miró al cielo en busca de alguna estrella pero al mirar un par de nubes olvidadas en el cielo azul notó que era de día. Continúo bajando pero al llegar al último escalón se detuvo, frente a este observó sin sorpresa alguna, un gran charco, producto de las gotas de lluvia de la noche anterior. Observó y observó el gran charco, intentó evaluar las dimensiones de este para calcular la distancia que debería saltar sin salpicar su ropa y sin darse cuenta ya se encontraba calculando la temperatura y el posible sabor de este. 


De pronto el viento sacudió su pelo interrumpiendo aquellos cálculos y haciendo que apresurara su intención de saltar de inmediato hacia el otro lado, dio el respiro previo a saltar que naturalmente le haria sentirse segura, pero dudosa aún miró el reloj que rodeaba su muñeca para cerciorarse de que el charco no llegara a ser la razón que le hiciese llegar tarde, por eso de cuando los cálculos no son acertados y uno tiende a mojarse, pero entonces, al mirar la hora, casi con desilusión recordó que solo iba por una caja de leche a la tienda, así que el tiempo no parecía resultar importante. 


Miró de nuevo al cielo, en él ya solo quedaban restos, los restos de un par de nubes olvidadas y ahora disueltas; bajó la cabeza, miró con pena el charco y se colocó en cuclillas. 


Ahora, en cuclillas observa el charco, un charco triste, un charco triste formado por gotas de lluvia nocturna.


Y es ahí, en ese charco triste que la lluvia de noche le regaló, donde por un momento encuentra algo, algo que alguna vez perdió y era suyo. 

Era ella.