jueves, 21 de mayo de 2009

La nieta mojigata


"Pero qué importa la eternidad de la condena para quien ha encontrado en un instante lo infinito del goce"

Charles Baudelaire


La abuela estaba ya de regreso, entraba por la puerta principal con varias bolsas de fruta en cada mano, ya sabes, de manera estratégica para poder mantener el equilibrio. La abuela, una vieja simpática, regordeta, pelo corto y teñido, ya sabes, para esconder aquellas inevitables canas, y con esa sonrisa que siempre invita a todo el mundo a saludarla y tratarla amablemente, como si nadie supiera de sus dientes falsos. 


Los brazos de la abuela, fueron los primeros que me sostuvieron, bueno, los primeros fueron los del médico, pero esos no cuentan, ya sabes, para ellos es como sacar el pastel del horno, les queman las manos y lo que les interesa es la paga por un buen pastel esponjoso.  Mientras mi madre trataba de recuperar el aire y no caer inconsciente después de tanto esfuerzo desmesurado, la abuela mecía a esta narradora de apenas 405 gramos en sus brazos, tratando de calmar su jovial llanto. Mi única señal de vida y ella queriendo hacerla desaparecer.


Ella sonriendo, yo berreando. Desde siempre hubo un extremo contraste entre la abuela y yo. Siempre supe como sacarla de quicio y ella siempre supo como hacer pedazos los sueños realizados de una niña, ya sabes, yo con mi colección de estampitas y ella prendiéndoles fuego jurando que son cosas del diablo;  yo con cajas repletas de dulces y ella vaciandolas por el retrete, es digno de mencionar que en esa ocasión tuvo su merecido, el retrete se tapo y tuvo que pagar un plomero, aunque al final, como siempre, todo había sido culpa mía y de mis necedades. Aún me alegro cuando la recuerdo llamándole al plomero y gritándole estafador por la exagerada suma que exigía a cambio de extraer todas esas paletitas del retrete.


Ayer la abuela llegó a mi límite de tolerancia racionalmente posible. Tuvimos una cena a la que acudieron ilustres políticos amigos de mis padres, tíos egresados de prestigiosas universidades, un par de mujeres reconocidas en el medio artístico y demás gente que me importa un pimiento. 


La pregunta fue:

- ¿Me creerían ustedes, si les dijera que tengo 86 años? 


Ya sabes, como si debiera recibir unas palmaditas en la espalda por saber hablar todavía, o como si hubiera gastado una broma ocurrente a los invitados por mantenerse tan vivaz y tan motriz.


Dicen que nadie mata por odio, no pretendo entenderlo, lo único que en verdad espero, es que esta noche la abuela tenga el llamado "sentimiento de Otelo", ya sabes, si muriera ahora, sería inmensamente feliz


Lo que no soporto, no es que sea la abuela y todo eso, sino su imperdonable maldita alegría por vivir.