jueves, 30 de julio de 2009

Las putas

Güendolin es una puta.

Una puta común.

Una cualquiera como la llamaría la despechada de su madre.

Cada noche, Güendolin abre las puertas de su armario, justo cuando las manecillas del reloj que cuelga de un clavo situado en la pared de su habitación, apuntan las ocho. Repasa una y otra vez el armario, mirando la ropa que cuelga de ganchos de madera nuevos, se sabe esto por la madera que perfectamente barnizada le da un brillo inusual y por las etiquetas que penden de estos aún sin arrancar.

Una vez que Güendolin ha elegido el vestuario, cuidando que no lo hubiese usado ya en el transcurso de la semana, prepara la ducha.

Para las nueve, a Güendolin lo único que le faltan son los zapatos. Las zapatillas, y para esto, habría que acudir a un segundo armario donde Güendolin las guarda, agrupándolas según colores, formas y texturas.

A Güendolin no le gusta salir a trabajar con el estómago vacío, esto se debe a las costumbres de la abuela (que en su momento fueron transmitidas a su hija y su hija, o sea la madre de Güendolin, a Güendolin), quien tenía una extraña creencia acerca del estómago vacío por las mañanas como receptor de la envidia, transmitida a través de las malas miradas de la gente. Así que, aunque Güendolin no trabaja por las mañanas, aún conserva dicha costumbre o probablemente solo la usa como pretexto para no olvidar a su familia.

Güendolin no gusta de preparar cosas que le tomen mucho tiempo, desde que vive sola ha optado por comprar comida precocida o para microondas, así que sus cenas apenas y le toman no más de veinte minutos; cinco del funcionamiento del horno y quince para la ingesta del alimento.

Cuando las manecillas de aquel reloj que cuelga del clavo de la pared, que por cierto es proveniente de una tienda de souvenirs que Güendolin compró en su tercer viaje académico en New York, hace un año, pero que a penas lo encontró olvidado en el desván de casa de sus padres hace dos meses y a falta de reloj en su habitación, se esmeró en perforar la pared pintada de un rojo perfecto para colocar el clavo, y sobre este, el reloj.  Entonces, cuando las manecillas marcan las nueve horas y cuarenta minutos, Güendolin camina por la casa, cerciorándose de que ninguna ventana quedase abierta, una vez hecho el recorrido Guendolin toma las llaves que reposan en la mesita del recibidor del apartamento y se mira de manera automática, casi inconsciente, en el espejo situado por encima de la mesa.

Güendolin sale y pone seguro a la puerta.

Camina por el ancho pasillo que conduce hasta las escaleras de emergencia, no sin antes pasar por el ascensor; evidentemente, Güendolin nunca ha usado las escaleras de emergencia, pues se detiene frente al ascensor y presiona el botón.

Mientras el ascensor sube …o baja (esto no se sabe ya que el botón que llama al ascensor, no tiene nada inscrito y por consecuente no nos lo indica, solo es un botón …de metal), Güendolin repasa en mente si lleva todo lo necesario en la bolsa, pensamiento que esta vez es interrumpido por un estrepitoso golpe proveniente de las escaleras de emergencia.

A Güendolin, quien gira la cabeza de inmediato con la esperanza de que sus ojos hallen el causante de este ruido, en tres segundos le atraviesa por la mente los 182 minutos con todo y comerciales de la película de terror que vio por la tarde.

A continuación, un pitido violento le hace dar un salto y la falta de respiración producida por el susto le reprime un grito instintivo.

Era el ascensor vacío que ya había llegado al destino solicitado y por tanto se había anunciado.

Güendolin, sonríe para sí misma apenada por la ridícula situación, por un momento logra olvidar el ruido de las escaleras, pero antes de entrar al ascensor el pensamiento retoma su origen, así que temerosa voltea una vez más hacia las escaleras y por unos momentos duda si ir a inspeccionar las escaleras o entrar al ascensor.

Pero como Güendolin no quiere morir, sin demorarse más en el asunto da un largo paso hacia delante introduciéndose al ascensor; presiona el botón metálico, que esta vez si tiene algo inscrito, PB, el ascensor desciende.

No son más que cuatro pisos, y Güendolin mientras mira el indicador de niveles escucha atenta la música que se reproduce en el interior, música que más tarde define como aburrida.

El ascensor se abre.

– Buenas noches señorita

Buenas noches don Guillermo

– ¿Vuelve tarde señorita?

Don Guillermo, el portero del edificio, noche tras noche le hace la misma pregunta y Güendolin, noche tras noche le da la misma respuesta:

– Como siempre don Guillermo

– Que le vaya bien señorita

– Gracias don Guillermo, por cierto, debería cambiar la música del ascensor, es aburrida

– Si señorita

El sonido de los tacones al caminar es el único que se escucha en la planta baja, don Guillermo, que la mira alejarse, recorre con sus ojos de pies a cabeza el cuerpo de Güendolin.

Una vez afuera, Güendolin prefiere caminar, le gusta caminar de noche, además así no causa escándalos ni miradas ahogadas en pecados en los transportes públicos que pudiera abordar para llegar al trabajo.

Güendolin recorre toda la avenida Hidalgo, de vez en cuando se encuentra con esquinas vacías, pero Güendolin, a pesar de ser una puta común, prefiere su lugar de siempre, frente al café París, en ese pórtico del edificio abandonado.

Cada noche, Güendolin se detiene en el pórtico, a esperar, pero mientras lo hace Güendolin sabe que no está sola. En la cima del edificio, a las diez en punto, hora misma en la que Güendolin llega siempre puntual, despierta un gran espectacular de Coca-Cola, que al igual que Güendolin, prepara sus colores más brillantes y anunciándose lo mejor que puede, ya entrada la noche, espera.

Esperan.

Esperan que les veas. Esperan atraer miradas curiosas para después envolverlas con aquellos colores relucientes. Y una ves que atrajo tu atención, sabiendo que ya les deseas, esperan a que les compres el placer que te venden.

Ambas. La bebida, y ella.